Al grupo de la Rotonde asisten alguna vez hombres conspicuos. Durante su estancia en París, Blasco Ibáñez visita la Rotonde:
-Usted, Unamuno, con ese aspecto levítico, debía ir a Norteamérica a fundar una religión y hacerse rico.
Unamuno lanza a Blasco una mirada de indignación.
Visita asimismo aquel cenáculo el profesor Seignobos, Valéry, Larbaud, Jean Cassou... En determinada ocasión, cierto periodista danés que viene de hacer una larga tournée por Europa, llega a la Rotonde y pregunta allí por el señor Unamuno. Señálaselo el camarero. Llega el publicista deseoso de cambiar impresiones con el pensador español:
-Spraächen Sie deutsch?
Y comienzan ambos a departir en alemán. El periodista habla alemán con ciertas dificultades y decide continuar la conversación en francés. Pronto dice Unamuno a su interlocutor:
-Parece, señor, que la larga ausencia de su patria le ha hecho olvidar el idioma de los suyos. Continuemos hablando en danés.
El publicista viajero que, como todos los hombres de su país, tiene la sospecha de la poca universalidad de su idioma, -ese fue el eterno litigio de Brandés- se impresiona y está a punto de derramar lágrimas. Unamuno le dice:
-Yo he aprendido el idioma de su país, amigo mío, en los libros de Kierkegaard, sobre mi mesa de trabajo de Salamanca.
Y el periodista dice, emocionado:
-Esa es la verdadera España.
A veces Unamuno siente ramalazos terribles de cólera. Un pobre hombre de buena fe llega a decirle:
-Don Miguel, deponga usted esa actitud de crítica en que se ha colocado respecto a la política y a las cosas de España, y podrá reintegrarse a Salamanca.
-¿Ah? ¿Viene usted comisionado para decirme eso? ¡Le conozco a usted!... Pues diga usted quién lo envía...
-Pero don Miguel, a mí no me envía nadie...
-¡Calle, miserable!
CÉSAR GONZÁLEZ-RUANO, Unamuno, Ediciones GP, Barcelona, 1959, págs. 80 y 81
sábado, 6 de agosto de 2011
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