Cuando William Faulkner era ya una gran figura y John Kennedy coleccionaba esta clase de piezas con que adornar algunas de sus cenas privadas, el escritor recibió una invitación del presidente para una de ellas en la Casa Blanca. Por su mesa habían pasado ya los grandes Norman Mailer, Saul Bellow, Arthur Miller y los Sinatras de costumbre. Incluso Pau Casals había ilustrado con el violonchelo algunos de los postres más exquisitos. Faulkner le contestó a vuelta de correo:
-Señor presidente: yo no soy más que un granjero y no tengo ropa apropiada para ese evento. Ahora bien, si usted tiene algún interés en cenar conmigo, con mucho gusto le invito a mi casa de Rowan Oak, en Oxford, Misisipi.
El orgullo y la cortesía, implícitas en semejante respuesta, definen a este caballero del Sur, al que sólo le faltó para redondear su vida morir ebrio de una caída de caballo, un alarde que Faulkner estuvo a punto de conseguir. Era un tipo raro. De sí mismo, unas veces decía que era heredero de un terrateniente del condado y otras que era hijo de una negra y de un cocodrilo. Ambos sueños eran de grandeza.
De joven había empezado por mal camino. "Ese pobre chico de los Faulkner, al que han echado del puesto de Correos por leer las cartas", decían los vecinos de Oxford al ver que desde muy temprano había comenzado a rehogar en alcohol sus oficios inestables, cartero, pintor de brocha gorda, dependiente de librería o incluso portero de prostíbulo. Pequeño, callado, educado y de carácter revirado, con rostro de ave, labio fino y buena nariz, que subrayó luego con el famoso mostacho, ésta es la estampa de este genio.
Fuente: Póquer de ases,de MANUEL VICENT Alfaguara.
lunes, 27 de septiembre de 2010
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