Entre biografías, autobiografías, memorias, novelas en clave y correspondencias, nos hemos ido enterando de casi todo: de la relación de Elena Garro con Bioy, de la de Bioy con la sobrina de Silvina, de la de Silvina con Alejandra Pizarnik... El relato de Jovita Iglesias, cocinera, ama de llaves, amiga, enfermera y confidente de los Bioy durante cincuenta años prometía más de lo mismo, y apuntaba a seguir consolidando el mito erótico y amoroso de "el matrimonio literario más destacado de la Argentina": el de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. En cambio, su narración, convertida en prosa literaria por Silvia Renée Arias (que en ocasiones exagera un tanto en la contextualización), descubre tragedia donde se suponía que había glamour y dolor en lugar de buena vida.
Es que, salvo en alguna escena puntual y muy pretérita (Silvina nadando en la pileta de su edificio de Santa Fe y Ecuador), el ojo de Iglesias (ingenuo, bien intencionado, profundamente amoroso) vio menos encanto que patetismo, y ésa es la nota que finalmente se impuso en sus memorias. Bioy, como un enfermizo Don Juan entrando furtivamente de noche al cuarto de Jovita ("Me daba un abrazo y unos cuantos besos. Y era, y sería, muy cariñoso conmigo. Después yo le decía ''buenas noche, hasta mañana'' y eso era todo"); Silvina y Bioy olvidándose regularmente de pagar los sueldos de sus empleados, mientras ella acumulaba billetes enormes en una bolsa oculta en un armario, descubierta muchos años después por una empleada cuando ya habían perdido todo valor; Silvina rescatada de arrojarse por la ventana (significativamente de la cocina), atormentada de celos; Silvina poniendo un sillón en el hall de su casa para saber cuándo volvía su marido de sus andanzas (y cuando lo escuchaba abrir la puerta de calle con "su oído de tísica" se deslizaba a su cama y se hacía la dormida).
Pero estas memorias de Jovita son, sobre todo, el recuerdo de la vejez de sus patrones, que parece llegar para cobrarles todo. Silvina duerme en su cama, Bioy, como siempre, debido a sus problemas de lumbago, en el piso. Silvina se levanta para tomar agua, se tropieza con su marido y se le cae encima. Ella queda atolondrada, más por la situación que por el golpe, y él, en crisis de dolor de espaldas. Ninguno de los dos se puede levantar. Uno sobre el otro, gritan durante horas hasta que el marido de Marta, la hija de Bioy, los escucha —vivían en el piso de abajo— e interrumpe finalmente la horrorosa pantomima de una escena de amor. Más tarde, Silvina comenzó a desvariar irregularmente. Y Bioy decidió rodearla de un ejército de enfermeras que tenían órdenes de seguirla a todas partes. Ofendida, deja de hablarle —para siempre— a su marido, quien todas las mañanas se arrodillaba frente a la muda voluntaria y le decía: "Silvinita, por favor, dame un beso, me muero por un beso tuyo. Por lo que más quieras, Silvinita, no me hagás esto, no sabés el daño que me hacés". Y ella miraba para otro lado.
MARTÍN PRIETO, La penuria de los escritores ricos, Clarín, 28 de septiembre de 2008
viernes, 29 de junio de 2012
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